Autor de la imagen : Anatoly Tiplyashin todos los derechos reservados.
Todavía, cuando escucho los
truenos me acuerdo de ella, su sonrisa como un talismán atrayente, sus ojos
blancos como dos huevos cocinados dentro de un sartén que hacia juego con las
orbitas oscuras de la intensidad de sus ojos, su cabello enmarañado como un
algodón de azúcar putrefacto a la intemperie, con arañas jugueteando en
silencio, dentro y fuera de su universo
cabelludo.
Su mueca torcida y brazos
cadavéricos que me invitaban a que la siguiera…todavía la recuerdo, parada en
aquel umbral, con su vestido gris entallado, sus labios pintados de carmín y la
mano en un costado de su cadera.
Cuando llueve, el recuerdo se
vuelve más vivido, más intenso, y siento su presencia en mis aposentos, en esta
cama que se pierde en el infinito de mis pensamientos, en estas paredes
cenicientas por el humo de los automóviles, en esa cobija café oscuro y en esa sábana amarilla, roída por el uso y por el
abuso de las ratas y ratones que vienen a morar junto a mí.
Pero Catalina no siempre fue así,
era una mujer hermosa, una diosa disfrazada de mortal, una mujer de largos
cabellos castaños cayendo como una fuente de hermoso oro en una montaña de
nieve que era su maravilloso busto blanco, sus hermosos senos perfilados en el
centro de mi universo.
Mi Catalina, mi pequeña diosa,
convertida, en ese ser, de inmundicia, de perdición, parada en el umbral con la
mano a la cadera, mientras los truenos y la lluvia cantaban en su entonación
como coros infernales.
Atormentando constantemente mi
cabeza, todavía la recuerdo, todavía mantengo su fría mirada en mis
pensamientos, y cuando la lluvia viene a mí, cuando Catalina la llama a mi
encuentro, recuerdo con más horror si deteriorado cuerpo, su mancillada alma;
ella ya no me recuerda, que tristes sus palabras.
Jamás me lo perdonare, jamás me
lo perdonare, si mi conciencia gritara, si mi conciencia escupiera las voluntades de mi triste alma, quizá
comprendería que no tuve opción que sepultarla, en ese, mi corazón cautivo en
la eternidad de su mirada.
Era ella o yo, ¡oh, noble corazón! No puedes sufrir el desencanto de este amor,
y todavía la miro, la miro mientras la luz del trueno cae impactando al
firmamento; parada en el umbral como un terrorífico cuento con su mano en la
cadera, mientras me dice que venga.
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