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ELEVACIÓN CELESTIAL.


 

 Era un hombre de edad avanzada, con los ojos negros y mirada pesada. Su mayor anhelo en la vida era el ser canonizado como un santo por la madre Iglesia. Sin embargo nunca tuvo vocación de seguir los hábitos, sí, quería ser recordado  a través de los tiempos, como el mejor monje, el más sabio, el más santo de todos los santos.

Aunque era consciente, de su pobre Fe a los mandamientos del señor, algo en su corazón le decía que al fin de sus días lo conseguiría. Claro estaba, que para ello debía existir en su ser, perseverancia y sobre todo paciencia para soportar a los incómodos feligreses.

Así era él, un asceta, un hereje convertido en monje, queriendo alcanzar un estatus más elevado que el de simple mortal.

Durante sus nueve años de servicio se dedicó al auxilio del prójimo que detestaba, asistió a los feligreses en sus penurias, en sus miserias, dando de beber a los leprosos, a los inválidos, a los desamparados. Durante nueve años su mundo se convirtió en el deseo intenso de ayudar incondicionalmente, de ayudar infinitamente a esa “pobre gente”. Fueron para el padre Juan nueve años de absoluta entrega, de absoluta paciencia.

Nueve años donde se dedicó por entero a asistir a los pobres, a pequeños abandonados, nueve años de estudiar herbolaria para curar. Era feliz de pensar por momentos, en ese día… en ese gran día que la gente le visitaría de regiones extrañas y aisladas del monasterio de Momoxpan, llegarían sus fieles siervos de cualquier rincón del mundo.

A veces se imaginaba…

A veces soñaba…

A veces suspiraba…

Se miraba elevándose entre cánticos gregorianos pronunciando su nombre, cantando sus alabanzas:

“San Juan…Oh milagrosísimo San Juan”

Así soñaba, su cabeza no paraba, no se detenía;  en sus sueños podía ser canonizado, alabado, exaltado por los poderes divinos, nombrado por los labios consagrados del obispo.

Al conseguir imaginar esta escena, sentía un éxtasis absoluto; ahí fue, de su imaginación, que todo comenzó. Tras pasar seis meses en voto de silencio absoluto, maquinó sus planes de canonización ideando uno que sería opulento, celestial, exitoso, le conocerían en el mundo entero.

Inició con una propaganda, la mejor de ellas, comenzó a hacer milagros con sus maravillosas hierbas, dos años después le llamaban el monje sanador, toda la congregación sabía de su existencia, incluso mandaron emisarios del vaticano para plasmar en sus libros sus maravillosos milagros.

Los telediarios hablaban del monjecito milagroso de Momoxpan, su fama crecía y trascendía fronteras, dos años duró la danza de los emisarios vaticanos, hasta que por fin Juan se decidió a lanzar su petición, “una carta de canonización”.

Todo parecía marchar de maravilla, pero la Iglesia con sus leyes negó a Juan la canonización con la excusa, de que sus milagros obedecían a la herbolaria y a las medicinas que el padre suministraba.

Desesperado por la derrota, desahuciado en sus planes, quizá… esperanzado, histérico, loco ante la respuesta del Vaticano, decidió el monjecito sanador poner en práctica un plan más macabro aun que el anterior.

Toda la noche en su fría celda, el padre Juan meditaba, oraba, todas las noches el padre Juan salía de su encierro a vagar por los hermosos cerritos de Momoxpan mientras la luna en lo alto le vigilaba, en sus vagabundeos constantes recolectaba, recolectaba: su preciosa belladona, la más mortal y bondadosa de las flores.

Es así que todas las noches con una pequeña vela que le alumbraba en su encierro el padre usaba sus conocimientos para disminuir el latido cardiaco de pequeños roedores que atrapaba durante sus paseos por el campo.

A la par de su plan seguía orando y haciendo sus “milagros”, experimentando las dosis, los momentos exactos en los cuales debía suministrar su belladona, días, meses incluso tres años más pasaron desde que la carta canoníca hubiese sido negada, después de tal período, su fórmula y sus cálculos estaban culminados, se levantaría de entre los muertos el mismo día que se le oficiara su misa de difunto.

¡Vaya plan! Era magnifico, era suntuoso, ningún otro sacerdote tan osado lo hubiese intentado antes, ni en mil, ni en cien, ni en diez mil años se decía el padrecito.

Llego el día de lo que el sacerdote llamó su elevación celestial; querido como era por todos sus feligreses, querido por sus milagros, por su “bondad” el padre sorbió su dosis exacta de belladona y se durmió, se adentró en uno de esos sueños hermosos que le llevan a uno al paraíso, su corazón cansado dejó casi de latir.

En su sueño, al despertar del beso helado de la muerte sería canonizado con bombos y platillos, escucharía una vez más como en sus imaginaciones los cantos que nunca había cesado de imaginar    : “San Juan…Oh milagrosísimo San Juan” añadiendo, “el Santo que volvió de la muerte para librarnos del mal”.

La noticia de la muerte del padrecito de Momoxpan recorrió el mundo entero, se llamó a los grandes pontífices a oficiar la misa de difunto de lo que fuese el gran sacerdote Juan, se despedirían de sus restos mortales con una misa de cuerpo presente, se realizaron preparativos suntuosos, se llamó a los medios de comunicación que con suma tristeza darían la nota de aquel día.

Algunos comentaristas comenzaron a narrar la gran misa dictada a nombre del padre Juan, decían de la siguiente manera:

-Fieles peregrinos de distintas partes del mundo se han dado cita en el pequeño monasterio de Momoxpan para despedir al padrecito que conquistó sus corazones desde hace más de trece años, muchas mujeres, niños, ancianos, lloran la pérdida de un gran representante de la Iglesia; lamentamos está pérdida como se lamenta la ausencia de un embajador de la paz en tiempos de guerra.

Tal y como mencionasen los noticiarios, los periódicos y la radio, miles de personas alrededor del mundo encendían veladoras, inciensitos y elevaban sus plegarias por el alma de aquel anciano que dejaba la paz del mundo para ser completamente santo.

El monasterio de Momoxpan se atiborraba de feligreses, muchos de ellos se empujaban con tal de ver pasar el féretro del padre Juan, con tal de poder tocarlo, con tal de acariciar su cabello, de pedirle por última vez su milagro. Cuándo el féretro cruzó las suntuosas puertas de la catedral los feligreses se arremolinaron contra el ataúd queriendo el último milagro del padre, comenzaron a jalar, arañar y hacer jirones las ropas del sacerdote, la gente se agolpaba en un caos sin ton ni son, los niños lloraban, las mujeres gritaban, y algunos enfermos aullaban de dolor.

-Padrecito, padrecito, concédeme con el pedazo de tu túnica el milagro para mi hijito- decía una

-Padrecito, padrecito, concédeme con tu pedazo de cabello el milagro para mi hermanito- decía otra

Miles de voces unidas, despojando al padre de sus ropas, de sus cabellos, de sus extremidades, los obispos intentaban calmar a la multitud enardecida, intentaban en vano detener la fe de los hombres que trasciende fronteras.

El dolor se apodero de cada una de las extremidades del padre Juan, un dolor insoportable en sus dedos faltantes le hizo despertar de su letargo herbolario; lo último que se escucho en el monasterio de Momoxpan fue el grito del padre Juan antes de expirar a su elevación celestial.
 
***Adaptación de una historia que lei por ahí... no recuedo bien de quién resulta la idea general, Momoxpan es un pueblito al parecer inventado por CHRISTOPHER L. HAMMER en su libro "vampiros modernos".

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