Y se
encuentran. No se conocen, no saben de su existencia.
Impregnado
el olor del humo de un cigarrillo. La noche, esa sinvergüenza confidente de
todos los días. Sin luna, sin estrellas. De nuevo la noche no tiene compañía,
sólo la de dos extraños.
Ajenos,
sumergidos en su propia realidad.
“Estúpida
noche”, piensa uno de ellos, lanzando una maldición a otro día de su propia
soledad.
No se
miran. No se cruzan. No les importa el encontrarse en el mismo lugar.
“Vaya
casualidad”, se dice a sí mismo el otro extraño cuando por fin nota la
presencia de alguien más en su propio espacio.
No dice
nada. Sólo observa. Cada rasgo, cada postura, cada sombra no iluminada gracias
a esa negra noche sin luna.
Incómodo,
el otro extraño voltea solamente para encontrarse con la mirada del acecho de
su acompañante adjunto.
Silencio.
Pareciese que el viento ha escapado solamente por la presencia de dos ajenos a
ese sitio, que ahora ha pasado a convertirse en oscuridad.
Silencio.
Las miradas se hacen más fuertes mientras transcurren los segundos que se hacen
minutos.
Brillo.
No de la noche, no de una lámpara. De una mirada. De un par de miradas que
siguen en conexión.
Suspiro.
Aliento frío recorre el cuerpo de uno de los extraños. Se estremece.
Ninguno
posee identidad; sólo son dos seres de oscuridad. Dos seres que con solo una
mirada vieron su pasado reflejado en el otro.
Dolor.
Sufrimiento. Lágrimas. Odio. Desesperación. Soledad. Ansias de un amor no
encontrado. Oscuridad infinita convertida en su propia sombra, en su propia
vestimenta.
Nadie
piensa. No cruza nada por sus mentes. No caben explicaciones en su propio
espacio.
Estremecimiento.
En su pecho el hueco más oscuro de todo su cuerpo. Vacío. Sin vida. Sin razón
de su propia existencia.
Se rompe
la conexión. Se desvía una mirada. La otra no se aparta de su sitio. Insiste.
Desea ver más de su propio pasado en los ojos del otro extraño. Anhela volver a
sentir ese sentimiento de complicidad; ese sentimiento ya no de soledad, sino
de que alguien había traspasado su mundo, convirtiéndose en un intruso.
No
esperando, se pone de pie, y apresurando el paso va en situación de encarar a
su infiltrado. Se detiene. El otro extraño igual estaba de pie.
Cara a
cara. Esos seres de oscuridad vuelven a mirarse, pero ahora con extrañeza.
“¿Qué ocurre?”, se pregunta uno de ellos. El desconcierto era ahora más
evidente entre ambos.
Ni un
segundo. No dudas. Estaban seguros que ellos compartían algo más que una
coincidencia en ese lugar. La noche
siempre silenciosa, sólo observando el diálogo entre miradas de esos oscuros
personajes.
Sin
espera de nada, ambos sonríen al mismo tiempo. Sorpresa. No había hipocresía,
no señales de compromiso, sólo la sinceridad.
De una
casualidad entre ellos. Su oscuridad. Su soledad. Su propia perdición. Su
condena de jamás encontrar el camino correcto.
Nace un
<Te quiero> de ambos labios. Crece de nuevo el fuego que ya antes había
sido consumado. El viento vuelve a soplar con fuerza, atrayendo consigo el
aroma de ambos, ahora siendo uno solo.
De un
intercambio de miradas. De ese diálogo jamás pronunciado. De ese cruce
inesperado. Nadie espera que de eso, los lazos dormidos, llamen al destino,
jalando con fuerza y atrayendo consigo al otro invitado siempre esperado.
Con una
mirada se unen dos extraños. Con un beso aseguran su propia existencia en sus
carentes vidas. Con un abrazo queman su propio pasado visto en los ojos del
otro. Con un nuevo comienzo, la oscuridad en ese hueco en su pecho retorna el
motor que hace tiempo, en ambos, dejó de funcionar y extirparon por la
eternidad.
Isabel N. Osnaya
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